
La vuelta
Jesús Pérez Avendaño
Mayo 2023
Cuando abrí los ojos seguía en el avión que había abordado hace un par de horas en el aeropuerto internacional de Carrasco con destino a la ciudad de Bogotá, el asiento tenía una rigidez casi militar y lo único positivo era la ubicación: Pasillo. Los trabajadores de la aerolínea no nos habían ofrecido ni un vaso de agua y recordé que tenía muchos años sin subirme a un avión, los mismos que tenía sin volver a Venezuela. Desde el pasillo no se tiene buen ángulo de visión hacia las ventanillas, pero lo único que logré ver fue un blanco solemne, inerte, inamovible, por un momento en mi cabeza se cruzó la posibilidad de que había muerto mientras dormía porque el fondo de las ventanillas seguía siendo el mismo. Siempre blanco. Acerté pellizcarme fuertemente para comprobar que el juego sucio de mi cerebro era falaz y seguí sufriendo la tortura que implica estar sentado en una silla más incomoda que un pupitre.
Llegado a Bogotá hice una escala de una hora para abordar nuevamente a otro asiento incómodo con destino a Medellín y sufriría lo mismo en el vuelo a Cúcuta. En todos tuve pasillo, al menos, pero el panorama que alcanzaba a mirar por las ventanillas no cambiaba, seguramente habría de ser por la poca visibilidad que me daba el ángulo de visión, pero en los tres vuelos que tuve que hacer tuve que pellizcarme para confirmar que seguía con vida, una inseguridad acompañada de ansiedad me invadieron el cuerpo, lo único que me servía como un cable a tierra era tener claro que iba a verme con mi familia en pleno, cosa que no pasaba hace más de seis años cuando por distintos motivos tuve que dejar un país que estaba roto y que yo, a mi manera, había intentado reparar.
Al desembarcar en Cúcuta sentí como el calor me abrazaba, en Montevideo salimos de un verano largo e intenso, justo días antes de subirme al avión empezaba a sentir el glorioso frío otoñal que viene acompañado de la desnudez de los árboles, mi estación favorita por lejos. Pero ahora estaba frente a una cinta transportadora rogando a los dioses paganos que mi equipaje apareciera, así fue, y luego a la salida del aeropuerto Camilo Daza de Cúcuta estaba mi papá junto a su esposa que es una segunda madre para mí y nos abrazamos de una manera estruendosa, bella, solemne. “Los reencuentros te llenan el alma” – Pensé para mis adentros, ellos seguían iguales desde la última vez que los vi, un poco más envejecidos, pero con una alegría que sopesaba las nuevas arrugas que alcancé a descifrar en sus caras.

A la mañana siguiente salimos rumbo a Mérida, la ciudad de los caballeros, el paso fronterizo seguramente por ser domingo no tuvo ningún tipo de novedad ni de complicación, ya oficialmente estábamos en Venezuela, empezamos un ascenso montañoso que me pareció increíble, se me había olvidado lo imponente que son las montañas de nuestros Andes, para los que vivimos en Uruguay es realmente trágico no tener en nuestro panorama prácticamente ninguna formación montañosa, pero es compensado por los imponentes atardeceres que nos brinda la rambla y el río de la plata.
Sin embargo, otra cosa que llamó poderosamente mi atención, además del esplendor de las montañas, fue el cambio exagerado que había entre las carreteras colombianas y las venezolanas, ni bien cruzamos la frontera empezaron a aparecer unos cráteres en el suelo que se asemejaban a los que están en el suelo lunar, unos desniveles caóticos que obligan a frenar y un maltrato en la arquitectura que era imposible de disimular. Mi papá me dijo de manera muy seria: “Hay que pasar por una estación de servicio.” Lo tomé como algo normal, pero conforme íbamos avanzando me di cuenta de que todas las estaciones que pasábamos estaban cerradas, incluso parecían abandonadas. En cambio, lo que sí había era puestos informales de personas que ofrecían gasolina en frascos de refresco y bidones de agua de cinco litros, tenían carteles con su precio en pesos colombianos. Páramos y cargamos treinta litros con un artefacto rarísimo, no era la clásica pistola dispensadora de combustible sino era otro pote cortado por la mitad con una tela que servía de filtro y una manguera que terminaba de distribuir el líquido vital para nuestra camioneta; no lo podía creer.
Seguimos adelante luego de cargar combustible los cráteres seguían con mayor intensidad y como era de esperarse muchos reductores de velocidad no tenían señalización, mi padre que me confesó estaba acostumbrado a ir y venir para surtir la casa de cosas fundamentales, acabó por pasar por encima de uno de estos reductores sin señalizar con una velocidad poco prudente, y unos kilómetros más adelante nuestra camioneta se detuvo para siempre. Así pues, empezamos con la empresa de pedir auxilio, por suerte estábamos relativamente cerca de un poblado llamado La Tendida, mi papá y yo pedimos ayuda a un motorizado que pasaba y yo, quien tenía seis años sin venir a la patria, me aventuré a subirme a la moto de un desconocido y adentrarme a las profundidades del pueblo antes mencionado para ir en busca de una grúa que nos auxiliara.
Vuelvo e insisto, era domingo, las posibilidades de encontrar alguien que estuviese dispuesto a apiadarse de nosotros y llevarnos en ese viaje de unas cuatro horas hasta la ciudad de Mérida era casi imposible. Por suerte, y porque la vida no podía ser tan injusta, conseguimos una grúa parada afuera de una casa, el motorizado conocía al muchacho y con mi acento entreverado entre rioplatense y venezolano llamé a la puerta. Salió la esposa de nuestro héroe con una cara que no supe descifrar; estaba entre enojada y molesta, que pueden parecer sinónimos pero la carga semántica de cada palabra es diferente. Y no era para menos, me imagino que esa pobre mujer no tenía tiempo para compartir con su pareja y ahí estaba yo, un flaquito rogándole que nos auxiliara, luego de debatir un poco sobre lo que nos iba a cobrar acabó por darme el visto bueno a pesar del talante de su esposa y empezamos el viaje a Mérida.

Empezamos el descenso y en paralelo empezaron a desaparecer las estaciones de servicio con las que bromeaba mi padre, él lo asumía con una naturalidad grotesca, al mismo tiempo se desvanecieron los precios en pesos colombianos, como si con los kilómetros cambiara la economía del país, lo que no cambiaba era lo maltratada que estaban las carreteras, desde la altura de la grúa tenía mejor visión que desde el avión pero esas visuales eran mucho más pesadas, en Uruguay es inconcebible toparse con baches de esa magnitud y yo no paraba de sorprenderme por lo roto que se encontraba todo. Sinceramente prefería la frialdad blanca de las nubes que asemejaban la muerte, que los rebotes que tenía la grúa por los cráteres de la carretera.
Llegamos a Mérida en una noche calurosa, no a las que estaba acostumbrada mi memoria que seguramente romantizó a la ciudad que me vio nacer, el gruero no sabía exactamente a donde debíamos ir e intenté batir esa situación dando unos gritos desaforados a diestra y siniestra para intentar guiarlo, curiosamente mientras hacía esto mi cuerpo sintió como todo se ponía en un sitio que no estaba hace seis años, era como si mi organismo reconociera exactamente todo lo que estaba pasando, desde la belleza hasta el desorden, desde la desprolijidad hasta las luces posadas en las montañas que confundí con estrellas, mi cuerpo entendió absolutamente todo, seguramente habrá sido una identificación cultural que no podía ser concebida en un contexto tan distinto como el de Uruguay. No había gente tomando mate, no me hablaban de “vos” sino de “usted”, había filas enormes para cargar gasolina. Todo raramente familiar.
Esa misma noche fui a visitar a mi madre, la que me parió, y a mi abuela, no me esperaban en absoluto, fue un abrazo eterno, lleno de lágrimas de ambas partes, ninguno lo podía creer. Ni yo yendo a Los Sauzales, lugar donde me crié, ni ellas recibiendo a su hijo que prometió hace seis años más nunca volver a su casa. Conversé con ellas y un poco aclaré toda la situación, ahora se compra todo en dólares o por una aplicación llamada “pago móvil”, reciben unos fulanos bonos que no comprendo y que les alcanza para comprar medio kilo de queso, el dinero sigue sin valer nada, incluso los dólares, y cuando pude ir a un supermercado me di cuenta que todos los precios están en dólares y que están al mismo nivel de Montevideo, una de las ciudades más caras de Latinoamérica.
He podido manejar por la ciudad con prudencia para no gastar el combustible que escasea horriblemente, y he visto que al igual que en la carretera los cráteres sobran, las filas de gasolina son eternas y con la gente que me he cruzado ya no habla de política, es como que toda la problemática que existe en el país ha generado una situación de distracción generalizada donde lo importante es sobrevivir, ya no importan las ideologías, ya no importan los gobernantes, ya no importan los muchachos que mataron en 2014 y 2017 buscando una solución a toda la tragedia que nos invadió con la llegada del chavismo, ahora importa es llevar el pan a la mesa, alimentar a los hijos, y sobrevivir bajo cualquier término.
No tengo el tiempo suficiente en Venezuela para hacer un análisis general de la situación, pero tengo el tiempo suficiente fuera para darme cuenta que el país sigue roto, que la gente al menos en Mérida no tiene dinero para consumir y que las libertades están más cortas de lo que nunca han estado. Aunque ahora en los anaqueles haya comida, es carísima. Aunque la gente tenga vehículo, no se puede movilizar. Aunque me encontré con mi familia, sigue existiendo el vacío y la tristeza de la normalidad. Y aunque mi cuerpo se haya identificado completamente con el contexto que vive, realmente sigo siendo ajeno a esta hipotética normalidad donde los empleados públicos ganan menos de 40 dólares mensuales y los profesores universitarios no llegan a una décima parte de esa cifra.
Curiosamente estoy acá, pero no me siento en mi país, por más que me pellizque para ver si es cierto que estoy acá.
