Enero 2021

Tenía ocho años cuando llegamos a Mérida desde la capital de la república, pensada por mi padre para el futuro de sus retoños, iniciábamos una nueva vida en una ciudad universitaria que también era una ciudad pulcra, llena de plazas y parques bonitos, bien mantenidos, con un turismo activo y galopante. Caminar por el centro era tan seguro como habitual era encontrarse con gente de cabello rubio y ojos azules hablando todo tipo de idiomas, que no entendía a mi corta edad. El pavimento de las calles y el cemento de las aceras eran impecables, también sus luminarias y servicios públicos. Mérida era la ciudad más limpia de Venezuela y así se mantuvo hasta comienzo de los 90.

Allí en la que llaman avenida 16 de septiembre se encontraba aquel edificio circular, monumental, en una Mérida que tenía pocos edificios entonces. Ese lugar era el Hospital Universitario de los Andes o HULA como se le conocía entonces.

Cuando mi madre lo visitó la primera vez, comentó a las vecinas (una española y una italiana) que era como una clínica, cuidado, impecable. Caminar sus pasillos, brillantes a fuerza de pulidora era impresionante, tanto como su personal atento, servicial, humano. Muchas veces debió visitarlo, con su crío tremendo que sufría accidentes frecuentes propios de la edad: fracturas, suturas y hasta una operación por una hernia. Allí también nació mi hermanita menor, con el apoyo de la vecina española que tenía años laborando allí en historias médicas. Resulta muy difícil no encontrar algún habitante de la ciudad que no esté de alguna manera emparentado con el IAHULA.

A finales de los 80, tuve la fortuna de hacer 160 horas pasantías a través de un convenio de mi curso de auxilios médicos del Grupo Andino de Rescate, allí en la emergencia para adultos, pediátrica y en sala de partos. Era como estar en una de las famosas series de hospitales de la TV, ayudando con los pacientes. Merideña o no, el nivel del IAHULA era tan bueno que había que sentirse obligatoriamente orgullosa de ese lugar.

Para mi sorpresa, aquel edificio había sido diseñado por un arquitecto graduado en la Universidad Nacional de Colombia y que había trabajado en proyectos en Berlín, Bagdad, India y Francia, nada más y nada menos que para el estudio de Charles-Édouard Jeanneret-Gris, mejor conocido en el medio arquitectónico como Le Corbusier. Se trata del arquitecto Augusto Tobito Acevedo, quien entre 1960 y 1961 diseñó el IAHULA para la firma de arquitectos Fuenmayor y Sayago, que también diseñaron la Escuela de Enfermería de Valencia y el Hospital Periférico de Catia.

El HULA de hoy

La torre circular de nueve pisos dividida en tres módulos y con más de 700 camas fue inaugurada formalmente en 1973 por el presidente del momento, Rafael Caldera, como hospital tipo IV. Su primer director fue el doctor Raúl Arellano.  

Hoy, sigue siendo el centro hospitalario bandera de la región andina, fuerte y robusto en la lejanía que lleva la procesión por dentro.

Es además una biblioteca de cuentos para contar. Ha recibido en las últimas décadas pacientes y heridos de los eventos más impactantes de la historia de la región, ha visto pasar presidentes constitucionales y provisionales, gobernadores impuestos y por elección popular, devaluaciones y paquetes económicos, protestas estudiantiles, golpes de estado, nueva constitución, referéndum y revolución, movilizaciones, protestas, apagones y vivió el mega apagón de cuatro días en marzo del 2019. A todo esto, ha sobrevivido el hoy Instituto Autónomo Hospital Universitario de los Andes (IAHULA), pero ¿Cómo lo ha hecho?  ¿Cómo sigue en pie ante esta emergencia humanitaria compleja que ha vivido Venezuela desde 2015?

Los dolientes del IAHULA

La razón quizás sea sencilla, el IAHULA es un “hospital con alma”. La doctora especialista en endocrinología Jueida Azkoul Askul, miembro de la fundación Primeros Auxilios Ulandinos (PAULA) así lo cree. Proveniente del vecino estado de Barinas, cursó su carrera y postgrado en la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes, y el hospital fue su centro de práctica, como lo ha sido para miles de estudiantes. Según Azkoul la caída libre del IAHULA comienza a partir del 2015 cuando pacientes comienzan a morir en la emergencia, sin ni siquiera poder hacerles algo tan básico como una intubación, menos aún trasplantes, cateterismos, o cualquier otro procedimiento de urgencia que hubiese podido salvarles la vida.

De un hospital con la mayoría de las especializaciones en funcionamiento hasta el año 2000, pasa a ser, en la última década, un hospital sin luz, con graves filtraciones, sin ascensores ni aires acondicionados, con quirófanos cerrados, sin mobiliario en condiciones apropiadas, sin insumos y sin personal, que huye a mejores oportunidades ante la carencia de salarios justos y un ambiente laboral apropiado para ejercer sus funciones.  

La norma establece una enfermera por cada tres pacientes, ante las carencias en el IAHULA lo que se cumple es una por cada 30. De siete quirófanos que realizaban hasta tres cirugías diarias, solo quedó uno que no está en óptimas condiciones. El hospital bandera de la región andina se deshumanizó, los pasillos se convirtieron en baños públicos o depósito de equipos inservibles, la angustia y desesperación se apoderó de los pocos médicos y personal que quedaba en la institución.

Opciones que dan un respiro a la severa crisis humanitaria

– El IAHULA es el mejor ejemplo de resiliencia, es la más viva negación a morir” nos dice Jueida y continua: – Todos los días se gestan ideas para no cerrar. Ese binomio Universidad-Hospital, ha permitido su sobrevivencia. Lo académico es fundamental, médicos, enfermeras y estudiantes tienen un alto sentido de altruismo, todos se nutren en lo humano del hospital, enseñar y aprender nos llena, sumado al alto sentido de pertenencia y amor del merideño por su hospital, desde cualquier rincón del mundo – .

La fundación PAULA, cuyos orígenes se remontan a las protestas del 2017, cuando los heridos se atendían clandestinamente, pues no podían llegar al hospital ante la amenaza de ser detenidos por las autoridades del momento, forma parte de ese ejército de oeneges que permanentemente buscan nuevas opciones. Una de esas soluciones ha sido el programa Padrinos del IAHULA. Bajo el lema Regálale un especialista a tu país, adopta un residente llevan adelante una campaña que permite brindar ayuda económica a quienes ayudan; el personal joven residente que hace postgrado y no cuenta con los recursos para continuar la carrera. Hasta ahora, se ha logrado becar a 140 estudiantes, con lo cual, se está tratando de mejorar la situación de fuga de cerebros a la que Venezuela ha estado sometida en los últimos años.

A estas nuevas opciones se suman iniciativas como el Tele radio maratón realizado en octubre de 2019, donde los merideños y amigos se volcaron desde su ciudad y todos los rincones del planeta en nombre de su hospital. Los fondos fueron destinados a reparaciones urgentes y rescate de la estructura, que permitieron nuevamente la humanización del hospital. No en vano funcionarios de la sanidad pública consideran el IAHULA como un hospital modelo y “bien” en comparación con el estado de los demás centros asistenciales del país.

Y es que una de las claves que ha caracterizado a PAULA, es el manejo transparente de los recursos y la rendición de cuentas. Cuando preguntamos a la doctora Azkoul sobre el éxito de las acciones alcanzadas por PAULA nos dice:

– Las personas deben seguir teniendo la esperanza en la credibilidad sin que tengamos un precio, en este camino sé que hay más gente buena –

Nuevos retos

Como si no fuera suficiente a los ya graves problemas que el personal, organizaciones no gubernamentales, voluntarios y pacientes del IAHULA han tenido que enfrentar, se le suma la llegada en marzo de 2020 del SARS-COV2 o Covid 19. A los ojos de quienes estaban a cargo se trataba de una prueba más de supervivencia.

Laura Dávila fue enfermera auxiliar en la emergencia pediátrica, este fue el primer servicio que se mudó en 1973 al IAHULA desde el Ambulatorio Belén, mejor conocido como el hospitalito de niños, a cargo del Dr. Américo Romero. Recuerda con especial detalle que las madres de los niños pacientes no debían llevar nada, pues el IAHULA proveía de todos los insumos necesarios y lencería, inclusive hasta los pañales. Ese tipo de salud pública hoy no existe. Si un paciente no provee los insumos necesarios no puede acceder a una intervención quirúrgica o atenderse apropiadamente en el sistema público de salud.

Laura, regresó 48 años después como paciente Covid de severo a crítico, su saturación de oxígeno era de 39, las puntas de sus dedos estaban cianóticos. El siete de enero de 2021, se despidió de su esposo e hijos ante un futuro incierto. Sería apenas el inicio de su estancia por casi cuatro semanas en el IAHULA, hospitalizada en condición grave, aunque nunca inconsciente. Allí vio a unos pacientes superar la enfermedad; pero, también a cinco morir. Recuerda con especial cariño a médicos, enfermeras y voluntarios entregados a su vocación. Que le hablan bonito al paciente, los describe como criaturas invaluables.

– Nunca me faltó nada, a pesar de la precariedad, todos los medicamentos, insumos y comida enviada por mi familia me eran entregados – expresa.

Su hija Claribel, lo vivió desde afuera junto a sus hermanos, buscando recursos, donaciones y ayudas para poder cubrir los costos de la enfermedad. Las guardias en las que se turnaban eran eternas, las 24 horas los siete días de la semana frente a la emergencia, del otro lado de la calle, dormían en el auto durante la noche, viendo como otros no tenían tanta suerte y debían improvisar campamento. Eran los proveedores desde el exterior del hospital, esperando noticias o pendientes de cubrir cualquier solicitud del personal a cargo de su mamá.

Laura sobrevivió y pudo contarnos su historia, como lo ha hecho el IAHULA estos 49 años de existencia, ni ella ni el hospital son los mismos. Pero la mística del trabajo prevalece en la mayoría de quienes siguen aportando lo mejor de sí por este centro hospitalario y continua imborrable en la memoria de quienes han recibido su auxilio.

Ventilar las miserias de la salud venezolana no es sencillo, pero necesario. El Hospital Universitario de Mérida sigue vivo, con su estructura diseñada por un discípulo de Le Corbusier y sobre todo con el alma intacta. De pie para seguir en la labor de enseñanza a sus estudiantes de pre y post grado, insertando en el ADN de cada uno ese valor que tiene este centro de salud único en el país, fundamentalmente desde su gran capital humano: sus médicos, enfermeras, oeneges, voluntarios y cada merideño que sabe que su hospital existe y se niega a morir.